martes, 9 de diciembre de 2008

Florencia, la desconocida...

(Del libro "Crónicas Florentinas")

Florencia es una ciudad de saludos, besos y expresivas mentadas de madre; de gente apresurada y de largos paseos que no llevan a ninguna parte. Las multitudes se reparten por las calles estrechas del centro medieval y se detienen en los bares, restaurantes, las gelaterie, las tiendas de ropa, las plazas o los hoteles.
No es un destino turístico sino u lugar de paso, que aparece en los itinerarios de los viajeros como una parada obligatoria y efímera en su tránsito a Venecia, Milán, Roma o Nápoles. Por eso pasan como el viento, diariamente, multitudes que cumplen con las visitas preestablecidas, repitiendo una y otra vez, involuntariamente, la visión dantesca de las almas que, en torbellino se desplazan, con o sin guía, desde la estación de Santa Maria Novella al Duomo, al Palazzo della Signoria, el Uffizi, al Ponte Vecchio o Santa Croce. Algunos van por San Lorenzo, el Mercato Nuovo, la Piazza y Basílica de San Marcos, o a la Annunziatà; de allí vuelven sobre sus mismos pasos.
Los más jóvenes se atreven a la otra orilla del Arno, Oltrarno, más allá del río y escalan las colinas de Monte alle Croce, para llegar al Piazzale Michellangelo, o cruzan el viejo puente de los orfebres y joyeros hacia el Palazzo Pitti, inmensa mole de roca repartida en varios museos, o bien recorren los alrededores silenciosos y vacíos de las iglesias Santo Spirito, il Carmine o se pierden entre los cientos de pequeñas galerías de antigüedades y reproducciones de arte, cafés y tiendas que se encuentran en las calles paralelas al río.
Podríamos decir que todo este tráfago no va más allá del perímetro que aún marca lo que fue la vieja ciudad –cuando menos hasta 1875—y sus murallas. Aún permanecen en pie la Porta San Frediano y la Porta Romana, así como dos magníficas fortalezas que ahora se defienden de la contaminación ambiental y del asalto de millones de turistas ávidos de penetrar, sin objeto, cualquier rincón y capturarlo todo --digitalizándolo, computarizándolo-- con sus video máquinas y cámaras, o sus inoportunos e impredecibles celulares.


Los turistas que llegan en viájes relámpago, son conducidos de un lugar a otro, a través del centenario "corredor" por donde han guiado a miles de millones de curiosos, cuando menos desde el Renacimiento que fue cuando la ciudad comenzó a ser visitada, especialmente, por sus obras de arte, los talleres y sus artesanos. Desde luego que también llegaron desde siempre por el comercio, las sedas, las telas y los magníficos artículos de cuero que producían los tintori. Los turistas llegan, pues, ávidos de descubrir el mundo renacentista que allí está frente a sus ojos y jamás alcanzan a verlo. La rápida sucesión de imágines que se les superponen en la mente terminan siendo un mosaico indescifrable en donde todo es uno: Ya no importa de qué época o escuela, o taller es tal obra, o de quién es esa hermosa escultura, de mármol o bronce, o esos niños que desnudos se abrazan sobre una cornisa. Cuatro horas, casi corriendo, en tres de los cerca de ciento cincuenta museos de la ciudad son suficientes para poner a prueba a cualquier diletante de arte. Terminan astiados, hartos de tantas imágnes bellas, irrepetibles, innubicables.

Luego se van a Venecia o a Milán y piensan que los cuadros, las esculturas y los pisos de mármol son los mismos. Piensan, sueñan que vieron ésto o aquello. Todo parece igual.

Lo más probable es que los curiosos huyan de Florencia en las primeras horas.

La cuna del arte renacentista es tan apabullante que los colma.
Y no han entrado más que a dos o tres museos.

Algunos viajeros que alguna vez pasaron por esta ciudad me han dicho que conocen el "David" de Miguel Angel porque lo vieron fuera del Palacio de la Señoría, junto al gigane "Caco", la Judith y Olofernes y el gran Neptuno de Amannatti.

Otros me han dicho que vieron el "David" de Miguel Angel sobre un cerro, pero que no era de mármol, sino de bronce.
La mayoría de las estatuas que se encuentran por las calles de esta ciudad de artistas, banqueros, comerciantes y tiranos, son réplicas, copias.

Es una de las formas que tienen los florentinos para resguardar sus preciados tesoros.

Florencia es una ciudad llena de secretos y tan cerrada como cuando la rodeaban sus murallas.

martes, 2 de diciembre de 2008

Il Bisonte

(Del libro "Crónicas Florentinas")
La vida intelectual y artística de Florencia es tan rica y variada como sus calles, que se bifurcan, giran, terminan en un patio cerrado, o nos llevan a sitios sorprendentes que, ni siquiera, habíamos imaginado.
Una noche, invitados por Marcella Gateschi, acudimos Fiorella, Vanna y yo a la exposición pictórica de una artista norteamericana a Il Bisonte, una escuela de gran tradición en grabado y artes gráficas.
La pintora, de quien no recuerdo su nombre, se esforzó por explicar el sentido de su obra –unos pequeños cuadros contenidos en sus cajas de madera y vidrio, donde la pintura, realizada con una técnica plana, casi expresionista, adquiría volúmenes por los objetos sobrepuestos: conchas, ramitas, piedritas, arena, etc.—que yo, francamente, no entendí, aunque me gustó una de esas cajas donde podía verse dibujado en el fondo un laberinto y, en relieve, los hilos de una telaraña con todo y bicho artificial. Donde no se esforzó, al parecer, fue en los sabrosos bocadillos y vinos que allí se sirvieron, como tampoco en contratar esa galería donde sólo los artistas consagrados, o aquellos respaldados por corredores de arte internacionales, o los muy ricos –como parecía ser el caso—llegan a exponer.
Lela Gateschi, una florentina otoñal de ojos claros y vivaces, empleada de Il Bisonte, nos presentó primero con la pintora y luego a la dueña de la escuela y galería. Así conocí a María Luigia Guaita, una de las celebridades de la ciudad más activas en el terreno del arte. Iba de un grupo a otro, saludando, dando la bienvenida, conversando brevemente. Cuando me presentó con ella, Lela le informó que era mexicano.
--Piaccere, signore –me dijo. Lieto di conoccerla –contesté. Luego recordó la temporada en que Rufino Tamayo impartió un curso de grabado en su escuela. Saltaba de un recuerdo a otro como si los hechos hubiesen sucedido el día anterior.
--Sai che il mio marito era stato partigliano?—me preguntó; entonces evocó generalidades de lucha de su esposo durante la ocupación nazi y, pasada la guerra, la fundación de la escuela.
Le pregunté por qué el nombre de Il Bisonte.
Por ella supe, que uno de los grandes impulsores de esta escuela, después de la desastrosa inundación que sufrió la ciudad, en 1966, fue el pintor y grabador norteamericano Henry Moore, quien junto con otros igualmente notables, como Alexander Calder, Jacques Lipchitz, Eduardo Arroyo, Sebastian Matta, Graham Sutherland, Rufino Tamayo y Picaso, le dieron a la escuela renombre internacional.
María Luigia me contó que había fundado la escuela en 1959 para difundir el oficio artesanal del grabado de arte, en un principio con maestros italianos como Soffici, Carrà, Severini y Cacceri, entre otros.
Después de la gran inundación, Moore que había pintado bisontes en Arizona y que sentía especial atracción por estos animales del Oeste norteamericano, sugirió que se adoptara como símbolo y como nombre para la nueva escuela que estaba adquiriendo prestigio más allá de las fronteras italianas.
--A mí me gusta el bisonte – me dijo la Guaita--, porque es un animal valiente y siempre ataca de frente, como yo.
En medio del rumor y de las pláticas del brindis, del brazo me llevó a su oficina, en donde me hizo ver las fotos de su esposo en sus tiempos de combatiente de la Resistencia, y con verdadera emoción me mostró un retrato al carbón que Picaso, años atrás, le había hecho. Luego firmó un libro sobre la historia de la escuela.
--Prego –me dijo sonriente, y me lo entregó.

La escuela.
La escuela Il Bisonte se encuentra en el Centro Histórico de la ciudad, al otro lado del Arno, pasando el puente Alle Grazie, muy cerca del Ponte Vecchio, el museo Uffizi y de la Plaza Miguel Ángel (*).
Los cursos, que atraen, cada semestre, cientos de estudiantes de todo el mundo, son impartidos por profesores altamente especializados que forman parte del cuerpo docente de la Academia de las Bellas Artes de Italia, y cada año la Dirección invita a un artista notable internacionalmente para realizar una obra junto con los alumnos, quienes participan en todas las fases del trabajo.
Los cursos que se imparten, entre otros, son: grabado, historia del arte y de calcografía, grabado a color, litografía, conservación de obras de arte sobre papel, encuadernación, grabado en madera, serigrafía artística, fotografía de arte.

Los Futuristas.
Días después, Fiorella, la dueña de la casa donde me hospedaba, me reveló que María Luigia Guaita había sido esposa del señor Vallecchi, dueño de la famosa Editora Vallecchi que, a principios del Siglo XX, acogió y alentó a los Futuristas.
En esa editorial publicaron Marinetti y Giovanni Pappini, entre otros, sus encendidos manifiestos contra el arte “académico”, en las ya legendarias revistas Leonardo y Lacerba.
Las calles de Florencia nos llevan de uno a otros secretos.